Mi tango de cabecera

Horrible tarea la que te pidieron. Elegir la letra de un tango. De un solo tango. Con qué cara vas a ir a decirle al gordo Manzi, a Cadícamo, a Le Pera, no, no se vistan que ustedes no van. Con lo calentón que es Le Pera. ¿Cómo me dijiste que se llamaba? Ah, sí, Gobello. Abominable el tipo ese. ¿No se da cuenta la pena que te ha herido al hacerte desechar Los Mareados, Sur o Che Bandoneón? Doloroso dejar fuera letras que contienen versos como " Hoy vas a entrar en mi pasado", o " el rodar en tu empedrado, es un beso prolongado, que te da mi corazón".
Pero vos sos soldado y tenés que cumplir. Pará, no llorés, no me hagas recordarte aquello de que un hombre macho no debe llorar, sobre todo si no tiene mano a mano un pañuelito.
Lo pensé bien, te juro. Estuve escuchando y masticando todos los tangos que llevo guardados en el cuore. Esos que en alguna oportunidad me han hecho mascullar: "puta, si yo hubiera escrito algo así, me daría por cumplido". Y elegí Naranjo en Flor. Sí, ¿Qué tiene de malo?
Porque es una letra que arranca con imágenes suaves "más blanda que el agua, más fresca que el río" acompañando una melodía que se inicia también suave. Se presiente una vida que nace. El hombre/mujer, nuestra letra, llega a la madurez, ha vivido y es capaz de sintetizar en pocos versos toda la filosofía budista, "primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento". El camino al Nirvana como dirían los budistas, a la vida madura y satisfecha como diríamos nosotros, requiere esas etapas: sufrir, amar, viajar y al fin andar sin pensamiento, frase amplia, pasible de mil lecturas. No intentaré fijar ninguna para no matar las otras novecientas noventa y nueve lecturas también válidas.
Nuestro personaje sigue viviendo, la letra avanza y los autores tienen preparado para este tango un final brusco. Este tango no se murió de viejo al llegar a los treinta y seis acordes, lo pisó un tren. De ahí el acorde a plomo y el pájaro sin luz. ¿Querés manera más tanguera de morirse?
Finalmente, dos razones extraliterarias y extramusicales -pero no por eso menos válidas- para mi preferencia por este tango: porque fue el último que le escuché derramar en vida al Polaco, y porque fue el primero que mi hijo mayor aprendió a los seis años.

El que a hierro mata

La biblioteca era la habitación de la casa que John Baltimore más apreciaba. O mejor dicho, en la que se sentía más cómodo. Y no tanto por los libros, que cumplían un rol fundamentalmente decorativo, sino por las cabezas embalsamadas de ciervos y pumas, cazados con sus propias manos en los más remotos rincones del mundo. De todos sus trofeos, era el rinoceronte el que más seguido atraía su mirada. Quizás porque le recordaba lo cerca que había estado en esa oportunidad de aportar su propia cabeza a la colección del rinoceronte. Su mujer encontraba su hobby un tanto exótico. Asqueroso era la palabra que usaba. Lo que más disgusto le producía eran sus cuchillos de caza. Mujer torpe. No valorar la más completa colección de armas blancas de toda Inglaterra. Y eso que en la comparación incluía la que había formado Sir Edington en sus años en India.
Una noche, de los tiempos en que los hombres aún usaban sombrero y cadena de oro, pasó a visitarlo su cuñado Walter acompañado de su hija Catherine. Walter había enviudado hacía aproximadamente un año. Nada pudo evitar que la enfermedad mental que sufría Ada, su mujer, terminara con su vida. Walter lo vivió en parte como un alivio ya que soportó los violentos arrebatos de su esposa durante veinte años de matrimonio. Ada sufría el síndrome de Toltsien, que aleatoriamente se repetía en las mujeres de su familia y bajo cuyos efectos perdía a veces el control de sus actos. Su relación con Mary, la mujer de John, se había transformado en íntima durante uno de los viajes de John al África, unos meses después de que los ataques de Ada obligaran a internarla en un hospicio. No creían hacerle daño a John, lo sabían más ocupado en las desventuras del yacaré americano que en la soledad que obligaba a Mary a soportar durante sus largas ausencias.
-Ve a ayudar a tu tía, niña.- Le dijo Walter a su hija mientras saludaba a John alzando su mano derecha y dejaba su maletín de médico encima de la mesa.
-Deberías salir un poco, John. Estás demasiado taciturno últimamente.- agregó dirigiéndose al cuerpo que descansaba en el sofá principal.
-Para lo que hay que ver en Londres estos días, prefiero refugiarme en mis recuerdos de la selva-, respondió John mientras servía dos cognacs. Continuaron conversando amablemente durante algún rato y hubieran seguido haciéndolo para luego jugar ajedrez y despedirse con un abrazo como todos los miércoles, pero un alarido interminable los dejó mudos. A John le recordó el último grito del hipopótamo que mató en Kenia de un tiro en la frente.
Corrieron precipitadamente escaleras abajo para encontrar a Mary, en un charco de sangre en la puerta del comedor. Catherine miraba sin comprender, dudando entre llorar y gritar pidiendo auxilio. La larga experiencia profesional de Walter le permitió concluir con sólo tocar el cuerpo:
- Lo siento John, está muerta.
Ni en ese momento ni en ninguno de los ciento doce días que seguirían a esa trágica noche, pudo John encontrar una explicación a lo que había ocurrido.
- Tú llama a la policía, John. Yo tranquilizaré a Catherine y escribiré una carta al Dr. Willworth contándole lo ocurrido y solicitándole venga a verte, -creo que será conveniente contar con un abogado.- dijo Walter.
Mary había fallecido instantáneamente. La herida había desgarrado el seno izquierdo atravesando el pecho hasta el corazón. Las pericias policiales confirmaron lo que John supo desde un principio: el arma mortal utilizada era la Jitra, un cuchillo usado en Indonesia en el siglo pasado para dar rápida muerte al ganado al permitir un desangre veloz. Formaba parte de su colección pero nunca fue hallado. La policía dio vuelta la casa, desarmó muebles y roperos y hasta destrozó el jardín trasero para intentar encontrarlo bajo tierra, pero sin éxito.
John nunca pensó ni por un instante que alguien podría creerlo culpable de un crimen tan horrendo. Pero semejante idea estaba en la mente del Inspector General Goodmark, a juzgar por la impertinencia de las preguntas que le dirigía.
Su sobrina Catherine quedó tan shockeada por la experiencia vivida que no pudo, durante meses, articular palabra, menos aún dar testimonio de lo ocurrido. Walter murió envenenado esa misma noche poco después de llegar a su casa sin alcanzar a hablar con nadie. La sustancia que le causó la muerte fue el permotal, un polvo insípido que Walter administraba en pequeñas dosis a sus pacientes terminales para aliviar el dolor y de uso en taxidermia para mantener frescas y lozanas las pieles animales. John no contaba pues con ningún testigo que avalara su versión de los hechos.
El juicio dio que hablar a Londres durante semanas. John dijo haber visto a Walter echar la carta para el Dr. Willworth en un buzón al abandonar su casa y confiaba en esas breves líneas para esquivar una condena a muerte que le parecía tan injusta como absurda. Pero el Dr. Willworth, citado a declarar ante la Justicia, manifestó no haber recibido carta alguna, y la misma no pudo ser ubicada ni en los buzones ni en las oficinas de correo de la ciudad.
El público masculino –cuya opinión era todavía preponderante en esos tiempos- comprendía en parte a John, pues su moral victoriana no dejaba al marido engañado otra forma de lavar su honor que no fuera la muerte de sus ofensores, pero todos entendían que los medios utilizados habían sido crueles e impropios de un hombre de sociedad como John Baltimore. Quizás un revólver, dos balazos y un suicidio final hubieran sido bien vistos.
La ejecución se llevó a cabo el 14 de febrero de 1935. Los londinenses volvieron rápidamente a sus preocupaciones habituales y otros crímenes y guerras captaron la atención de los periódicos.
Habían pasado cuarenta años de aquella sangrienta noche cuando un joven universitario inglés, que preparaba su tesis sobre los jesuitas en América Latina, encontró una extraña carta en un convento peruano, que las pericias caligráficas posteriores probaron se trataba de la enviada por Walter al Dr. Willworth. Algún error de un ya desaparecido cartero la había enviado a miles de kilómetros de su destino original. La carta probaba la inocencia de John Baltimore, y de no haber transcurrido tantos años, quizás el episodio hubiera vuelto a conmover a la sociedad londinense.
El editor del "Times" creyó que una entrevista a Catherine, la niña que había presenciado y sufrido los hechos, hoy convertida en una cincuentona soltera, podía ser a la luz de la aparición de la carta, la nota central del suplemento dominical. Le dio cierto trabajo dar con su dirección pero la ubicó en una casa de campo en las afueras de Wellington Shire. Tocó el timbre sin obtener respuesta durante algunos minutos hasta que se atrevió a empujar la entreabierta puerta principal. El olor a podrido del cadáver le hizo vomitar sobre la cámara de fotos, por lo que en ese momento no pudo fotografiar el cuerpo de una mujer que con su mano derecha aún empuñaba una Jitra que le había perforado el estómago.

Cuasi-cidio

Han sido ocho meses agotadores. Pero fructíferos. Basta ver el entusiasmo que alienta toda esta multitud. Por suerte no inicié la campaña cuatro meses antes como me lo aconsejaron algunos y como hizo el senador De Marco. Además, si se la estira demasiado la gente alcanza su climax algún tiempo antes de las elecciones pero el domingo clave ya ha desaparecido parte del efecto. Debo reconocer que buena parte del mérito es de Jorge, que ha sido un excelente organizador y ha manejado muy bien la relación con los medios. Tengo que recordar recompensarlo con algún cargo interesante. Creo que haría un buen subsecretario de Relaciones Exteriores. Además, le encanta viajar.
No, nunca estuve afiliado a ningún partido político. Qué va, yo perder el tiempo en esas cosas, para que después los políticos se pasen sus promesas por ahí por donde usté sabe y nos dejen otros cuatro años pagando de fiado, no. Mi familia nunca supo de lo mío. Quiero decir mi vieja y mi medio hermano Javier, que son lo que yo llamo mi familia, porque la loca esa que me largó por el farmacéutico no fue nunca familia, fíjese que ni un hijo pudo darme la tarada. Pero tampoco ella sabía nada. Cuando me echaron del taller me empecé a dar con el Ruso y el Tuerto, que ya andaban en esto, pero nunca habían hecho nada grande.
Detesto el personalismo, pero no puedo dejar de sentir un orgullo egoísta al ver más retratos míos que banderas del partido. Espero que tu nombre en los pasacalles no te ciegue, me dijo un día el viejo Peralta Ramos, diputado como quedan pocos. Yo lo espero también, pero quién podría, al día de hoy, asegurarlo. Doce puntos en las encuestas a cuatro días del comicio me dan una serenidad y un aplomo que no son míos pero que necesito furiosamente para enfrentar tantas demandas. A cuántos podré satisfacer. A cuántos terminaré engañando. Espero al menos no decepcionarlo a Julito, que con sus seis añitos se aburre tanto en estos eventos. Pero lo necesito a él y a Gloria al menos en las fotos. Se sabe que de otro modo no tendría chance. Ya habrá tiempo para nosotros. Y quizás hasta para rehacer nuestro matrimonio. No, nunca lo había visto antes, en realidá ni siquiera sabía que era candidato. Sí, claro que oí hablar del Partido Unitario Democrático, escuche, ¿Me toma por idiota? Un señor que se hacía llamar el Gaita aunque hablaba tan porteño como usté y yo. Oiga, jefe, ya lo contesté cien veces, no sé quién era ni dónde vive ni nada. La primera vez que se nos arrimó, habló de una parva de verdes como para salir de perdedor por eso fuimos a la siguiente cita que arregló y a la otra y a la otra, pero nunca supe más nada de él, como no sea que era medio finoli, porque se sacaba los guantes blancos tirando de la punta del dedo del medio y se fruncía todo cuando el Ruso o yo metíamos alguna puteada en la conversación. En cuatro años esperan que cambiemos todo. Me darán seis meses de margen y luego comenzarán a llegar las facturas. Cuánto alcanzaremos a cambiar. Cuánto nos dejarán cambiar. Decididamente, después de las torpes declaraciones públicas de Raimundo de ayer a la noche, no puedo incluirlo en el gabinete. Es un hombre capaz y de potencial, pero poco diplomático y no se mide. Tal vez una agregaduría cultural en México o Grecia, pero no más que eso. A veces pienso que nuestros países debieran tener seis embajadas en París, porque siempre hay media docena de quiero-ser-embajadores-en-París. Pero todo eso lo pensaré el lunes. Cuando habló claro, el Ruso un poco arrugó. Sí, arrugaste, no digas que no. Dijo que era mucho riesgo, que se nos tiraría toda la cana encima y arriba la seguridá privada del fulano ese. Pero lo convencí. Le hablé de la vida que podríamos empezar de nuevo. El papel más jodido me lo reservé para mí porque si no este marica no agarra ni loco. La cuarenta y cinco se la pedí al Tuerto que siempre tuvo una bien cuidadita. Los de seguridad dijeron que una limosina abierta era mucho riesgo, pero no se dan cuenta que no puedo proyectar una imagen de miedo andando en un papamóvil a escasos días de las elecciones. Tengo que arriesgar. Además, quién podría querer hacerme daño. Me arrimé a las barandas que cortaban la calle bien temprano para asegurarme la primera fila. Y llevé una escarapela con los colores del Partido Unitario Democrático, ya ve que no soy ningún gil. Los brazos abiertos y el rostro sonriente. Cuidar que el gesto con los brazos no se parezca excesivamente al de Angeloz ni al de Alfonsín ni al de Perón. Que la sonrisa no resulte payasesca. Detener la mirada en los niños, pasear los ojos por las primeras filas. Todo esto se nota mucho en la TV, dice Jorge. El sol me cocinaba pero no quise comprar una gaseosa para no llamar la atención. Treinta y seis grados, el traje, la corbata y el chaleco antibalas me sofocan. Y no debe notarse. Estaba a ochenta metros cuando llevé la mano a la sobaquera y empuñé el metal frío. Por fin algo frío, pensé. La dejé ahí hasta que estuvo a quince metros. Un par de cuadras más y llegaremos a la sede central con aire acondicionado. Aguantar un poco más, no está saliendo nada mal. Sabía que tendría una sola oportunidad, así que extraje el arma y apunté sin detenerla ni un instante. Con balas de mercurio, aunque le pegara en una oreja, su cabeza estallaría como melón maduro llenando el tapizado de cuero y las pantallas de TV con pelo rubio y seso blando. Sentí un clic y no lo pude creer. El pelotudo del Tuerto no había colocado balas en la recámara. Quise volver a gatillar, pero antes de que tuviera tiempo me cayeron encima cien puños que me hundieron y molieron y perdí la cuarenta y cinco y casi-casi la vida. Sí, ya sé que ahora es presidente. ¿Que pude haber cambiado la historia? Y sí, si cobraba toda esa tela, seguro que era otra historia.

El guardián de las aguas corrientes

Estaba siempre ahí, sentado en la puerta de su edificio de ladrillos y techo de chapas donde mi padre me dijo que se hacían las aguas corrientes, las que usa Mamá para hacer la sopa y para bañarte, -agregó-. Cuando le pregunté por qué permanecía todo el día, toda la tarde sentado en la puerta, me explicó que trabajaba de sereno, que viene a ser -continuó sin que se lo pidiera-, el guardián.
De modo que creí estar transmitiendo fielmente las enseñanzas paternas cuando corrí a contarles a mis amigos del barrio que el señor del mameluco azul era el guardián de las aguas corrientes. Desde entonces lo llamamos así. Hablaba poco. De tanto en tanto tomaba unos mates que le alcanzaba una señora -luego supe que era su hermana-. No cambiaba ninguna palabra con la mujer, que permanecía en el escalón de mármol del umbral el tiempo justo para que el hombre secara el mate -de dos o tres sorbidas profundas-, y se lo devolviera.
Era el único adulto que nos trataba a todos los pibes de Usted, y hasta hacía el ademán de alzar la boina al saludarnos, con un respeto que el Tito y Jorge interpretaban como debilidad, tan poco habituados estaban a ser tratados gentilmente, pero que yo siempre aprecié secretamente. Descansaba su redonda enormidad sobre un pequeño taburete de madera y yute tan bajo, que le obligaba a apoyar los pies muy lejos, casi en el cordón de la vereda, dejando el espacio justo para que pasara mi madre con el carro de la feria y nosotros con nuestros monopatines.
Las lluvias de verano eran entonces -como ahora-, breves pero nutridas. Cuando por fin cesaban, salíamos al cordón de la vereda, donde colocábamos barcos de papel que navegaban unos cuantos metros antes de ser tragados por la boca del alcantarillado. Esto si no se hundían antes, lo que ocurría cuando los hacíamos con papel de diario en lugar del lustroso y brillante de las revistas de la peluquería. Se decía que el hombre también controlaba estas aguas, que hacía llover con sólo un movimiento de sus manos de herrero.
Una tarde de verano, al volver del colegio no lo vi donde siempre. Pregunté al señor de la tintorería y a mis padres y a los muchachos pero nadie sabía dónde había ido. No hemos vuelto a verlo desde entonces. Lo cierto es que no llovió en todo ese verano ni el invierno siguiente, y hasta las canillas se negaron durante semanas a darnos agua, respondiendo con un ronco quejido seco cuando insistíamos en abrirlas, como si ellas también lamentaran la partida del hombre.

Final Cantado

Faltan veinticinco minutos. El hombre extrae la pistola de su estuche de terciopelo rojo, se detiene apenas un instante a contemplarla y con mano diestra comienza a prepararla. Piensa en su familia, especialmente en los niños, que merecerían otro presente y tal vez otro padre. Quita el seguro y extrae el cargador. Faltan dieciséis minutos. Recuerda también a su madre que quería que fuera abogado, y a su padre, de quien heredó la afición por las armas. Introduce los proyectiles faltantes y repone el cargador, produciendo un sonido seco y metálico que interrumpe por un instante el silencio mortal que lo rodea. Faltan tres minutos. Verifica la mira, aunque sabe que no va a necesitarla, y recuerda los años en que aún tenía proyectos y ganas de llevarlos a cabo. Cambia el arma a su mano hábil y siente que la hora ha llegado.

A las cinco en punto de la tarde, el hombre repone el arma en su estuche, baja la persiana, cierra la armería y se va a su casa.

Irma, una chica muy sentimental

Hace tiempo que estoy harta de trabajar en "El Gato que Fuma". Sé perfectamente que es un tugurio de tercera con clientes de cuarta, pero peor era la tienda de Cabildo, poblada de tirifilos venidos a más que aprovechaban cualquier oportunidad para meterme una mano. Sí, ya sé que la gentuza del Gato se me tiraría arriba si la dejara, que aprecian cualquier cosa de mí menos mi arte, pero hace ya tanto que perdí las esperanzas de bailar en el Colón, de hacer "Giselle" una noche de verano en el Parque Centenario.
No te escribo estas líneas para que te sientas culpable, creéme, hace meses que sabía que andabas con Julia, pero no tenías por qué hacérmelo saber por carta, lo nuestro merecía al menos que pusieras la cara, que me dejaras mirarte una vez más.
No es por vos que me tiro abajo del subte. Es que me dan vértigo las alturas.

La mueca del líder

No, no podés imaginártelo. Tampoco era una sonrisa, qué sé yo, una mueca que le descomponía la boca. Una forma tan suya de desvalorizar a sus interlocutores sin hablarles. Una manera de mostrarnos que no importaba qué dijéramos, ni con qué argumentos intentáramos hacerlo apoyar nuestras decisiones, él luego haría otro gesto grotesco hacia otro lado, levantaría una mano como convalidando el decir de algún otro y otra vez, como siempre, nos iríamos todos sin saber a qué atenernos.
Cuando desfilamos ante su cadáver aquella helada tarde de junio, me pareció ver nuevamente esa mueca en su rostro. Era un reflejo, una contracción visceral.

Soldado callado

Que querías que hiciera. Nada. Un rato me frotaba las manos, otro las hundía en los bolsillos, tratando sin éxito de quitarme el frío que me entumecía los dedos y me obligaba a entrecerrar los párpados. Esperaba. Pensaba en vos. Y sobretodo me aburría muchísimo, porque no es exactamente divertido estar de guardia, sabés. Nada hacía pensar que esa noche iba a ser especial, una más de las cincuenta y ocho que llevábamos en Varsovia.
Parecía tranquilo hacer el servicio como guardia del cuartel general de ocupación. Peor era el frente oriental, donde hacía aún más frío y cruzaban aún más balas.
Tal vez si me hubiera agachado a recoger ese chocolate que me tiró -mal-, Jorge, hoy estaría contándote este absurdo en lugar de escribirlo. Pero vos sabés, mi obligación era estar firme junto a la caseta, mucho más en ese momento, cuando ya se escuchaba el Mercedes del general que se acercaba a la esquina. Dicen que el tiro partió del campanario de la iglesia de enfrente, de esa cuyas campanas tanto me alegraban los domingos a la mañana. No sentí dolor. Más bien una sensación de estar repitiendo los garbanzos de la cena. Un escozor en la garganta como si se me hubiera congelado el aliento. Jorge dice que caí desmayado y que de mi cuello manaba abundante sangre espesa, caliente pese a todo.
Los médicos -me vieron varios especialistas- dicen que no hay posibilidad de que recupere el habla. Habrá que irse acostumbrando. Y a mí que no me gustaba escribirte.

Banco de escuela

Yo escucho sobre todo al segundo de la cuarta fila. El sí que sabe. Antes estuvo varios años en un aula de secundario, y ustedes se imaginan lo que es sentar a un adolescente; hasta que lo mandaron aquí, a la sala de primer grado. No porque estuviera desencolado o roto, sino simplemente porque los muchachos jóvenes querían uno más moderno, de fórmica y tablero rebatible hacia un costado, mientras que Plungo, que así llamamos al segundo de la cuarta fila, es de los de antes, de fundición y tablillas de roble, y hasta tiene un agujero en la cabeza. Él dice que es para un tintero, o algo parecido, pero francamente nunca le entendí bien como se usaba. Él se emociona un poco cuando recuerda sus tiempos de juventud, habla de que los chicos llevaban corbata y que respeto era el de antes. Pero hoy los que estamos emocionados somos nosotros, los más jóvenes. Lunes de marzo, amanece fresco y dentro de poco horas llegaran los niños. Es mucha la ansiedad. Fijate que a las ocho de la mañana, en cinco minutos se decidirá qué trasero sostendrás todo el año. Como no sea uno de los que pegan chicles. O de los que te rayan el nombre de la nena de la fila de más allá. Para peor yo soy el último de la quinta fila y seguro que me toca uno de esos que copian en los exámenes y se la pasan haciendo avioncitos. Bueno, dentro de todo sería divertido. El año que viene pido cambio a la segunda o primera filas. Claro que ahí capaz que ligo un olfa que trae manzanas para la profe. Uy, siento gritos y risas y llantos. Escucho frases aisladas, no llores te vengo a buscar al mediodía en punto, mamá se queda un rato contigo, por favor no hagas bolsa los zapatos el primer día me oíste, cuidá el guardapolvo que si no ya vas a ver con tu padre, cada vez más cercanas, cada vez menos adultas, cada vez más voces. Se abre la puerta o mejor dicho casi la tiran abajo y entra una andanada y parece que me tocara el pibe de la mochila de cuero pero no, sigue de largo. Sos vos, entonces, bienvenido a primer grado. No te preocupes. También para mí es el primer día.

Band - Union - istas

Al principio había pensado no ir. Estuvo a punto de tirar la invitación a la basura, pero cuando estaba por hacerlo notó algo en ella que lo hizo titubear. Papel de pergamino, letras cursivas adornadas con firuletes de colores lo invitaban a tomar una copa en compañía de los más grandes bandoneonístas de la historia. Como para prestarle atención a semejante boludez. Los chistosos no se amedrentan con nada. Pero al fin se decidió a ir, en parte porque tomar de arriba no le era ingrato y en parte porque esa noche de agosto no tenía cosa mejor que hacer. Por eso caminaba Pichuco, protegido del gélido invierno porteño del noventa y cinco por una bufanda, su habitual traje gris oscuro y sus bien ganados rollitos de grasa.
Hablando de invierno porteño, también estaba acercándose al descascarado bar de Barracas donde los habían citado, el autor. Quiero decir el autor de Invierno Porteño. Alegre, burlón, como siempre, Astor iba pensando cómo hacerle alguna joda a Arolas. Porque aunque ninguno conocía la lista de los invitados, Astor daba por sentado que si estaban los grandes del fuelle, el Tigre no podía estar ausente.
Pedro había sido el primero en llegar. Estos artistas de la Guardia Nueva, pensó, son todos impuntuales. Tomaba encerrado en sí mismo, preguntándose si lo habrían invitado a Laurenz, si juntos podrían agarrar los fueyes y volver a recrear "Amurado". En cuanto llegó, Arolas se sentó en la cabecera, luego de saludar con un ligero movimiento de bombín. Se lo notaba joven, seguro que recién había pasado los treinta. Nadie quería recordar que en pocos años más un mal viento -o al menos un viento que de tango no sabía nada- se lo llevaría para siempre cuando todavía tenía tanto para dejarnos.
Se sentaron Astor y Pichuco, diferencias completamente olvidadas. Eran pequeñeces, le dijo Astor, yo las agrandaba ante los periodistas por eso de que hay que hacerlos hablar de uno, viste. Ah, y aprovecho para agradecerte el bandoneón tuyo que me regaló Zita cuando pasaste a la inmortalidad. Reconozco que lo usé poco profesionalmente porque no es mi tipo, viste, yo al mío le pego y grita, el tuyo estaba acostumbrado a las caricias y a frasear contigo.
Troilo terminaba la tercera ginebra y Maffia temía que se fuera a poner mal. Pero si hay algo que tiene el gordo es cultura alcohólica, Pedro, quedate tranquilo. Piazzolla acercaba lentamente su zapatilla al bastón en que Arolas apoyaba los antebrazos para descolocarlo de un saque y mandar los largos bigotes del flaco al suelo de Barracas. Vos no te corregís nunca, Astor, eh.
Parece que no viene Laurenz, se oyó lamentar a alguno. Ni Ciriaco. ¿Quién hizo la lista? No invitaron a ninguno de los pibes nuevos, che, ni a Marconi, ni a Piro ni a Garello, tampoco Mederos ni Binelli. Leopoldo bueno, habrá sido porque vive en Rosario. ¿Pero Baffa? apuntó Pichuco que recordaba los tiempos en que tocaban juntos. Y sobre todo al Pardo Sebastián, que si no fuera por él ninguno de nosotros estaría donde está ni sería quien es. Acuérdense que el Pardo Sebastián fue de los primeros en ganarse la vida con este oficio nuestro, hace más de un siglo.
Me dijeron que ahora se hacen bandoneones en el país, le preguntó Arolas a Astor mientras sacaba los brazos del bastón para apoyarlos en la mesa (lo cual hizo putear a Astor para adentro). Sí, hay una fábrica en Bahía Blanca. La que cerró fue la del viejo Arnold. Desapareció con la Segunda Guerra Mundial. Qué guerra, insistió el Tigre, cuando yo me fui ya había terminado. Hubo varias desde que te las tomaste, Tigre, siguió Piazzolla, una de ellas al terminar dejó al mundo partido en dos. La fábrica del viejo Arnold quedó del lado de allá y eso fue el fin. Se pudrió todo como dicen los chicos.
Maffia pareció volver de sí mismo cuando escuchó hablar del fueye. Yo llegué a tocar con un bandoneón argentino, dijo, pero en ese época la cosa no prosperó.
Y tampoco viene Paquita Bernardo, no digo yo que los tangueros somos todos machistas, agregó Troilo en vías de pedir la cuarta con limón. Tigre, se te ve muy callado, ¿Qué te pasa?, continuó el gordo.
Es que no puedo creer como ha cambiado Buenos Aires. Mientras caminaba hasta aquí no escuché ni un tango en ninguna parte. ¿Qué pasó con los boliches, muchachos? ¿Es cierto que cerró Hansen? Aprovechando mi vuelta al mundo aunque sólo sea por un rato quería darme una vuelta por el Armenonvile, pero nadie sabía de qué estaba hablando. Me preguntaron si era un hotel alojamiento de la Panamericana. ¿Donde fueron a parar las tardes de café y los patios de glicinas?
Pará Arolas, si seguís así te va a salir un tango de Manzi. Y nos vas a hacer llorar a todos, que es lo peor.
Astor decidió cambiar de tema, darle otro giro a la conversación como se dice ahora. Che, Tigre, siempre quise saber cómo hiciste para aprender vos el manejo del fueye, cómo hiciste para, sin profesores ni estudio, crear una maravilla como "La Cachila". Y, dijo mientras se enrollaba el bigote derecho, era probar, ensayar, escuchar y escucharse. No había otra. Estoy seguro que la historia de Pedro es parecida. ¿Y vos, Astor? ¿Cómo fue tu historia? Porque mirá que vos sí que hiciste ruido, eh.
No creas, flaco, no fue para tanto. Mirá, a mí hubo dos cosas que me marcaron en la vida, una fue el día en que se enfermó el Toto Rodríguez y Pichuco me aceptó para reemplazarlo en su orquesta. ¿Te acordás, Aníbal? dice ahora Piazzolla dirigiéndose al gordo. "Nosotros tocamos de azul" me dijiste en señal de aprobación después de la prueba. La otra ocasión fue cuando lo conocí al Mudo en Manhattan. "Vos tocás el bandoneón como un gallego", me dijo mientras lo acompañaba a comprarse sus famosas camisas rayadas.
Che, quienquiera que haya sido el que nos citó, a esta altura de la madrugada es seguro que no viene. Mejor pagamos, dijo Maffia mientras se estiraba hacia atrás para llamar al mozo. No seas iluso, con esos billetes no podés pagar, le dijo Piazzolla, hubo un montón de cambios de moneda en el medio, agregó mientras sacaba la tarjeta de crédito. No, no se preocupen, está todo pago les gritó el mozo desde el mostrador mientras levantaba las sillas para empezar la limpieza. Lo pagó aquel señor, indicó señalando una sombra que se escabullía por la puerta de la esquina, escondida en un funghi marrón y una bufanda de lana.
Los cuatro gigantescos bandoneones de Buenos Aires se incorporaron lentamente. Se saludaron una y otra vez, como sabiendo que una ocasión como ésta no podría repetirse. Pichuco fue el primero en derramar un lagrimón, siempre fue un sensible. Se alejaron del bar pateando los cartones que a esa hora el viento amontona contra los muros. Rodeándolos por todas partes, su ciudad -la de ellos- descansaba ignorando lo que ocurría. Muy cerca se escuchaba el ronquido de un vagabundo, y a lo lejos, la voz de un bandoneón.

Mi tío Alejandro

Voluntaria o involuntariamente, en forma explícita o sin notarlo, educamos a nuestros hijos basándonos en modelos. En hombres y mujeres que hemos conocido, que nos han dejado un surco, un recuerdo querible. Mi tío Alejandro fue uno de esos. Cuando miro a mi hijo Federico desearía que tuviera el amor a los libros de mi viejo, la brillantez en el discurso de Roberto Caffarena, la solvencia de Alberto Castillo, la integridad de Héctor Bavastro y el amor a la vida de Alejandro.
Los recuerdos que me han quedado de él son tantos y tan fuertes que se golpean, se entremezclan y se hace difícil ordenarlos. Debería decirles que pasábamos todos los fines de semana juntos, con mis padres y hermanos, en la casa que teníamos en Solymar, un balneario a pocos kilómetros de Montevideo. El domingo lo empezábamos temprano, solos él y yo. Se levantaba al amanecer, me despertaba y nos poníamos a hacer tortas fritas y preparar el mate que manteníamos caliente con un brasero. Cuando se levantaban los demás, encontraban un par de fuentes de tortas calientes y dulces esperándolos para desayunar.
La pausa era breve. Unos mates, los diarios y se ponía a preparar el almuerzo, que podía ser un pollo a la parrilla o una pizza en el horno de barro. Cuando el fuego estaba listo era media mañana, todos estábamos en la playa y él -luego de decirle al fuego que lo esperara un ratito- se escapaba hasta el río para pegarse un chapuzón y volver a terminar la comida. Le gustaba la playa, pero nunca se quedaba más de quince minutos. Su hiperactividad, sus ganas de hacer cosas lo llevaban a otra parte, al almuerzo, la cena, el aperitivo.
Era flaco -había sido jugador de fútbol en una división inferior de Wanderers, un equipo chico- y no recuerdo que vistiera otras pilchas que una remera azul, un short a rayas azules y grises y un par de romanitas. Por las noches solíamos ir a pescar a la encandilada. Las más de las veces yo volvía tiritando de frío, sin un solo pescado, pero una vez, una sola vez, llenamos baldes y baldes de pequeños pejerreyes que él frió enteros esa misma noche y comimos hasta el amanecer.
Una vez nos llevó a pescar a Piriápolis, para lo cual nos regaló caja de pesca, cañas, anzuelos y líneas. Fue una tarde inolvidable. No se si pescamos algo, más bien lo dudo. Nos peleábamos por viajar en su viejo Chrysler, que tenía un pasamanos central rebatible en su asiento trasero que nos resultaba de lo más exótico. Camino a Solymar, paraba siempre en la misma panadería a comprar media lunas de grasa con las que llenábamos el auto de migas.
Cuando murió mi viejo se llenó de la misma tristeza que todos nosotros. Lo recuerdo tarde en la tarde caminar lento por la orilla del río -algo insólito en su andar urgido- y sobre todo recuerdo una noche -ambos dormíamos en el living- en que comenzó a llamarlo en sueños: "Tito, Tito, donde estás", decía. Sólo él y mi tía llamaban Tito a mi padre. Para un niño-adolescente de doce años, despertarse escuchando a su tío llamar en sueños a su padre muerto es algo que no se olvida. Curioso. Al día de hoy no se lo había contado a nadie. Ahora que está escrito quizás lo sepa mucha gente.
Alejandro era para mí un poco Dios, un poco Gardel, un poco Pelé. Era el activo, el deportista, el calavera. El de los dichos inolvidables, como la tarjetita que nos daba para entregar a los profesores con su recomendación y gracias a la cual, supuestamente, aprobábamos los exámenes.
Por eso ese día que lo visitamos en su cama de hospital -¿Era el Italiano?-, en que lo vi vencido por la enfermedad que le roía las entrañas, lloré por mí, lloré por dentro, no quise volver a verlo. Ese injusto triunfo de la muerte sobre el hombre que para mí mejor representaba la vida, era más de lo que yo podía soportar.
Hoy, a veinte años de distancia, escribo estas líneas, derramo una última, lenta lágrima y pongo paz en mis recuerdos.

Bulevar Artigas, 1432


Pueden llamarme también catorce ochenta y cuatro, aunque ya hace tantos años que ha cambiado la numeración, que pocos recuerdan ese número. Llámenme pues, de una u otra forma o hasta sin número, porque debo confesarles que una vez llegó una carta dirigida a uno de los muchachos sin dirección en el sobre, tan sólo el nombre del destinatario. Montevideo era otra entonces, había menos autos japoneses y playas más limpias.
No me pregunten demasiado sobre mi nacimiento. Creo que fue hace cincuenta o cincuenta y cinco años. En aquella época nos hacían grandes y espaciosas, con materiales nobles, no como tantas que he visto crecer en estos años. Mis primeros veinte años los compartí con un par de señoras que tocaban piano y dormían la siesta. Fíjense ustedes qué desperdicio, dieciocho habitaciones para dos ancianas. Mi memoria comienza a esclarecerse allá por 1958 cuando estas damas me vendieron a un joven matrimonio de médicos, con cuatro hijos y uno en viaje. Completarían el sexto un año después. Con ellos compartí los siguientes veintiséis años.
Qué podría decirles. Es tan difícil resumir tantos años de vivencias compartidas. En el salón en que las señoras tenían el piano instaló Bartolomé -que así se llamaba el pater familias- su enorme biblioteca. Diez mil volúmenes tal vez, quien lo sabe. Lo que recuerdo muy bien son las tardes con los dos menores haciendo su tarea escolar, vigilados por su padre que leía y fumaba sin cesar. Tengo yo dos pisos conectados por una única escalera de madera que si bien cruje un tanto, no ofrece ninguna inseguridad. Lo que sucede es que los niños y no tan niños la subían y bajaban como perseguidos por un fantasma, y ni el pasamanos logró permanecer firme, pues por él se deslizaban a menudo los varones -mientras su madre gritaba bajate de ahí y se van a matar-, dejándolo siempre lustroso y brillante.
El fondo es grande pero antes parecía aún mayor pues el terreno de atrás estaba desocupado y se podía llegar hasta la calle trasera corriendo, en bicicleta o jugando al ladrón y poli, que así denominaban a uno de sus juegos de jardín. Pero un día se construyó ese lote y fue entonces que Bartolomé decidió embaldosar mi fondo -harto estaba de la tierra que entraban los niños a mis siempre prolijas alfombras- y construir una pieza que fue siempre conocida por todos como "la pieza del fondo". La pobre tuvo múltiples destinos. María Carmen, la tercera, tuvo allí un jardín de infantes durante varios años. Si vieran qué alegre era yo entonces. Otro tiempo fue cuarto de estudio de los menores y en otro simplemente se llenó de trastos viejos, cocinas descompuestas y placares apolillados. Uno de esos placares, el más grande, era sede de una curiosa fiesta que periódicamente organizaba María Carmen. Las llamaban "Fiesta Crush" y la idea era comer bizcochos y tomar gaseosas dentro del placar. En fin, cosa de niños. Del embaldosado se salvaron un naranjo amargo, un par de rosales, una estrella federal y varias enredaderas.
Y los barcos. Los hacían con los cajones de duraznos que Mamé -así llamaban los niños a su madre antes de que empezaran a decirle simplemente vieja- compraba para hacer conservas. Colocaban unos sobre otros en peligrosas pirámides de un par de metros de altura y se subían al más alto a dirigir el abordaje sobre el barco enemigo. Claro que a veces las naves se desmoronaban estrepitosamente dejando los huesos de alguno desparramados por el piso. Pero ya se sabe, los chicos aguantan cualquier cosa.
Tengo que mencionarles una gran casa de madera y paja que tenía en el patio. Servía de Saloon y oficina del sheriff cuando jugábamos al lejano oeste. No consigo recordar que fue de ella. Tal vez rota y desvencijada haya terminado alimentando algún asado. Y hablando de asados, cómo no traer a cuenta el gran asado gran que realizábamos para Nochebuena. Bartolomé cumplía años el veinticinco de Diciembre, así que el veinticuatro la celebración era doble. Llegaban parientes de todos los barrios montevideanos y a veces también alguno del interior. En aquellos tiempos pre-crisis abundaban los lechones, la alegría y el champagne. El alma máter de estas interminables farras era Ángel, aquel primo de Mamé conocedor de mil canciones, tangos y poemas populares. Capaz de hacer fondo blanco un vaso de alcohol puro -dura broma de algún primo- sin que se le moviera un pelo y profiriendo, como única reacción un "Carmencita, que fuerte vino este gin".
Tengo yo un sótano, inicialmente construido para albergar la caldera de la calefacción central -dejada de usar hace muchos años-, y que luego sirvió para que Bernardo instalara en él un club de ajedrez con escudo, socios y estatutos, un laboratorio químico en otro momento y una carpintería cuando se aburrió de lo anterior.
La televisión, que empezó en el país en 1963, le quitó algo de clientela al patio, es cierto, pero no demasiada. Hubo nuevas peleas entre los seis hermanos, ahora por "Combate" o "El amor tiene cara de mujer", pero la vida no sufrió grandes cambios.
Llegaron los últimos sesenta y setenta y allí todo comenzó a cambiar. Ya nada volvería a ser lo de antes. El país dejó de ser la Suiza de América, los chicos dejaron de ser niños, se murió Bartolomé -tantas veces le dije que no encendiera un habano con el otro, pero a él no le importaba-. Los primeros años de esas décadas yo estaba siempre llena de amigos, de libros, de humo, de colchones en el piso. Los últimos, tristemente vacía. Con el parlamento se fue del ambiente buena parte del oxígeno y casi toda su alegría. El aire comenzó a tornarse irrespirable y los niños -ya hombres y mujeres pero déjenme seguir llamándolos niños- se marcharon a respirar a Salto, Francia, California, Buenos Aires. Llegaron maridos, esposas, hijos, algunas separaciones. Nos quedamos Ana, la menor, Mamé, y yo, que ya me encontraba viejita y en mal estado. Se me caía la pintura aquí, tenía goteras allá, en fin, no puedo ocultar el achaque de los años.
Un día, con gran dolor y tristeza vi partir a mis dos últimos huéspedes rumbo a una casa más chica. A mí me alquilaron durante años a una clínica que me arregló y pintó a nuevo, pero nunca recuperé la alegría de mis años mozos. No les guardo rencor, no, por favor. No soy egoísta y entiendo las cosas de la vida, pero hoy, ante este ejército de grúas, obreros y topadoras me siento sola y necesitaba escribirles esto.
Un edificio de departamentos, me dicen. Pero por favor.