Bulevar Artigas, 1432


Pueden llamarme también catorce ochenta y cuatro, aunque ya hace tantos años que ha cambiado la numeración, que pocos recuerdan ese número. Llámenme pues, de una u otra forma o hasta sin número, porque debo confesarles que una vez llegó una carta dirigida a uno de los muchachos sin dirección en el sobre, tan sólo el nombre del destinatario. Montevideo era otra entonces, había menos autos japoneses y playas más limpias.
No me pregunten demasiado sobre mi nacimiento. Creo que fue hace cincuenta o cincuenta y cinco años. En aquella época nos hacían grandes y espaciosas, con materiales nobles, no como tantas que he visto crecer en estos años. Mis primeros veinte años los compartí con un par de señoras que tocaban piano y dormían la siesta. Fíjense ustedes qué desperdicio, dieciocho habitaciones para dos ancianas. Mi memoria comienza a esclarecerse allá por 1958 cuando estas damas me vendieron a un joven matrimonio de médicos, con cuatro hijos y uno en viaje. Completarían el sexto un año después. Con ellos compartí los siguientes veintiséis años.
Qué podría decirles. Es tan difícil resumir tantos años de vivencias compartidas. En el salón en que las señoras tenían el piano instaló Bartolomé -que así se llamaba el pater familias- su enorme biblioteca. Diez mil volúmenes tal vez, quien lo sabe. Lo que recuerdo muy bien son las tardes con los dos menores haciendo su tarea escolar, vigilados por su padre que leía y fumaba sin cesar. Tengo yo dos pisos conectados por una única escalera de madera que si bien cruje un tanto, no ofrece ninguna inseguridad. Lo que sucede es que los niños y no tan niños la subían y bajaban como perseguidos por un fantasma, y ni el pasamanos logró permanecer firme, pues por él se deslizaban a menudo los varones -mientras su madre gritaba bajate de ahí y se van a matar-, dejándolo siempre lustroso y brillante.
El fondo es grande pero antes parecía aún mayor pues el terreno de atrás estaba desocupado y se podía llegar hasta la calle trasera corriendo, en bicicleta o jugando al ladrón y poli, que así denominaban a uno de sus juegos de jardín. Pero un día se construyó ese lote y fue entonces que Bartolomé decidió embaldosar mi fondo -harto estaba de la tierra que entraban los niños a mis siempre prolijas alfombras- y construir una pieza que fue siempre conocida por todos como "la pieza del fondo". La pobre tuvo múltiples destinos. María Carmen, la tercera, tuvo allí un jardín de infantes durante varios años. Si vieran qué alegre era yo entonces. Otro tiempo fue cuarto de estudio de los menores y en otro simplemente se llenó de trastos viejos, cocinas descompuestas y placares apolillados. Uno de esos placares, el más grande, era sede de una curiosa fiesta que periódicamente organizaba María Carmen. Las llamaban "Fiesta Crush" y la idea era comer bizcochos y tomar gaseosas dentro del placar. En fin, cosa de niños. Del embaldosado se salvaron un naranjo amargo, un par de rosales, una estrella federal y varias enredaderas.
Y los barcos. Los hacían con los cajones de duraznos que Mamé -así llamaban los niños a su madre antes de que empezaran a decirle simplemente vieja- compraba para hacer conservas. Colocaban unos sobre otros en peligrosas pirámides de un par de metros de altura y se subían al más alto a dirigir el abordaje sobre el barco enemigo. Claro que a veces las naves se desmoronaban estrepitosamente dejando los huesos de alguno desparramados por el piso. Pero ya se sabe, los chicos aguantan cualquier cosa.
Tengo que mencionarles una gran casa de madera y paja que tenía en el patio. Servía de Saloon y oficina del sheriff cuando jugábamos al lejano oeste. No consigo recordar que fue de ella. Tal vez rota y desvencijada haya terminado alimentando algún asado. Y hablando de asados, cómo no traer a cuenta el gran asado gran que realizábamos para Nochebuena. Bartolomé cumplía años el veinticinco de Diciembre, así que el veinticuatro la celebración era doble. Llegaban parientes de todos los barrios montevideanos y a veces también alguno del interior. En aquellos tiempos pre-crisis abundaban los lechones, la alegría y el champagne. El alma máter de estas interminables farras era Ángel, aquel primo de Mamé conocedor de mil canciones, tangos y poemas populares. Capaz de hacer fondo blanco un vaso de alcohol puro -dura broma de algún primo- sin que se le moviera un pelo y profiriendo, como única reacción un "Carmencita, que fuerte vino este gin".
Tengo yo un sótano, inicialmente construido para albergar la caldera de la calefacción central -dejada de usar hace muchos años-, y que luego sirvió para que Bernardo instalara en él un club de ajedrez con escudo, socios y estatutos, un laboratorio químico en otro momento y una carpintería cuando se aburrió de lo anterior.
La televisión, que empezó en el país en 1963, le quitó algo de clientela al patio, es cierto, pero no demasiada. Hubo nuevas peleas entre los seis hermanos, ahora por "Combate" o "El amor tiene cara de mujer", pero la vida no sufrió grandes cambios.
Llegaron los últimos sesenta y setenta y allí todo comenzó a cambiar. Ya nada volvería a ser lo de antes. El país dejó de ser la Suiza de América, los chicos dejaron de ser niños, se murió Bartolomé -tantas veces le dije que no encendiera un habano con el otro, pero a él no le importaba-. Los primeros años de esas décadas yo estaba siempre llena de amigos, de libros, de humo, de colchones en el piso. Los últimos, tristemente vacía. Con el parlamento se fue del ambiente buena parte del oxígeno y casi toda su alegría. El aire comenzó a tornarse irrespirable y los niños -ya hombres y mujeres pero déjenme seguir llamándolos niños- se marcharon a respirar a Salto, Francia, California, Buenos Aires. Llegaron maridos, esposas, hijos, algunas separaciones. Nos quedamos Ana, la menor, Mamé, y yo, que ya me encontraba viejita y en mal estado. Se me caía la pintura aquí, tenía goteras allá, en fin, no puedo ocultar el achaque de los años.
Un día, con gran dolor y tristeza vi partir a mis dos últimos huéspedes rumbo a una casa más chica. A mí me alquilaron durante años a una clínica que me arregló y pintó a nuevo, pero nunca recuperé la alegría de mis años mozos. No les guardo rencor, no, por favor. No soy egoísta y entiendo las cosas de la vida, pero hoy, ante este ejército de grúas, obreros y topadoras me siento sola y necesitaba escribirles esto.
Un edificio de departamentos, me dicen. Pero por favor.

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