Mi tío Alejandro

Voluntaria o involuntariamente, en forma explícita o sin notarlo, educamos a nuestros hijos basándonos en modelos. En hombres y mujeres que hemos conocido, que nos han dejado un surco, un recuerdo querible. Mi tío Alejandro fue uno de esos. Cuando miro a mi hijo Federico desearía que tuviera el amor a los libros de mi viejo, la brillantez en el discurso de Roberto Caffarena, la solvencia de Alberto Castillo, la integridad de Héctor Bavastro y el amor a la vida de Alejandro.
Los recuerdos que me han quedado de él son tantos y tan fuertes que se golpean, se entremezclan y se hace difícil ordenarlos. Debería decirles que pasábamos todos los fines de semana juntos, con mis padres y hermanos, en la casa que teníamos en Solymar, un balneario a pocos kilómetros de Montevideo. El domingo lo empezábamos temprano, solos él y yo. Se levantaba al amanecer, me despertaba y nos poníamos a hacer tortas fritas y preparar el mate que manteníamos caliente con un brasero. Cuando se levantaban los demás, encontraban un par de fuentes de tortas calientes y dulces esperándolos para desayunar.
La pausa era breve. Unos mates, los diarios y se ponía a preparar el almuerzo, que podía ser un pollo a la parrilla o una pizza en el horno de barro. Cuando el fuego estaba listo era media mañana, todos estábamos en la playa y él -luego de decirle al fuego que lo esperara un ratito- se escapaba hasta el río para pegarse un chapuzón y volver a terminar la comida. Le gustaba la playa, pero nunca se quedaba más de quince minutos. Su hiperactividad, sus ganas de hacer cosas lo llevaban a otra parte, al almuerzo, la cena, el aperitivo.
Era flaco -había sido jugador de fútbol en una división inferior de Wanderers, un equipo chico- y no recuerdo que vistiera otras pilchas que una remera azul, un short a rayas azules y grises y un par de romanitas. Por las noches solíamos ir a pescar a la encandilada. Las más de las veces yo volvía tiritando de frío, sin un solo pescado, pero una vez, una sola vez, llenamos baldes y baldes de pequeños pejerreyes que él frió enteros esa misma noche y comimos hasta el amanecer.
Una vez nos llevó a pescar a Piriápolis, para lo cual nos regaló caja de pesca, cañas, anzuelos y líneas. Fue una tarde inolvidable. No se si pescamos algo, más bien lo dudo. Nos peleábamos por viajar en su viejo Chrysler, que tenía un pasamanos central rebatible en su asiento trasero que nos resultaba de lo más exótico. Camino a Solymar, paraba siempre en la misma panadería a comprar media lunas de grasa con las que llenábamos el auto de migas.
Cuando murió mi viejo se llenó de la misma tristeza que todos nosotros. Lo recuerdo tarde en la tarde caminar lento por la orilla del río -algo insólito en su andar urgido- y sobre todo recuerdo una noche -ambos dormíamos en el living- en que comenzó a llamarlo en sueños: "Tito, Tito, donde estás", decía. Sólo él y mi tía llamaban Tito a mi padre. Para un niño-adolescente de doce años, despertarse escuchando a su tío llamar en sueños a su padre muerto es algo que no se olvida. Curioso. Al día de hoy no se lo había contado a nadie. Ahora que está escrito quizás lo sepa mucha gente.
Alejandro era para mí un poco Dios, un poco Gardel, un poco Pelé. Era el activo, el deportista, el calavera. El de los dichos inolvidables, como la tarjetita que nos daba para entregar a los profesores con su recomendación y gracias a la cual, supuestamente, aprobábamos los exámenes.
Por eso ese día que lo visitamos en su cama de hospital -¿Era el Italiano?-, en que lo vi vencido por la enfermedad que le roía las entrañas, lloré por mí, lloré por dentro, no quise volver a verlo. Ese injusto triunfo de la muerte sobre el hombre que para mí mejor representaba la vida, era más de lo que yo podía soportar.
Hoy, a veinte años de distancia, escribo estas líneas, derramo una última, lenta lágrima y pongo paz en mis recuerdos.

No hay comentarios: