Band - Union - istas

Al principio había pensado no ir. Estuvo a punto de tirar la invitación a la basura, pero cuando estaba por hacerlo notó algo en ella que lo hizo titubear. Papel de pergamino, letras cursivas adornadas con firuletes de colores lo invitaban a tomar una copa en compañía de los más grandes bandoneonístas de la historia. Como para prestarle atención a semejante boludez. Los chistosos no se amedrentan con nada. Pero al fin se decidió a ir, en parte porque tomar de arriba no le era ingrato y en parte porque esa noche de agosto no tenía cosa mejor que hacer. Por eso caminaba Pichuco, protegido del gélido invierno porteño del noventa y cinco por una bufanda, su habitual traje gris oscuro y sus bien ganados rollitos de grasa.
Hablando de invierno porteño, también estaba acercándose al descascarado bar de Barracas donde los habían citado, el autor. Quiero decir el autor de Invierno Porteño. Alegre, burlón, como siempre, Astor iba pensando cómo hacerle alguna joda a Arolas. Porque aunque ninguno conocía la lista de los invitados, Astor daba por sentado que si estaban los grandes del fuelle, el Tigre no podía estar ausente.
Pedro había sido el primero en llegar. Estos artistas de la Guardia Nueva, pensó, son todos impuntuales. Tomaba encerrado en sí mismo, preguntándose si lo habrían invitado a Laurenz, si juntos podrían agarrar los fueyes y volver a recrear "Amurado". En cuanto llegó, Arolas se sentó en la cabecera, luego de saludar con un ligero movimiento de bombín. Se lo notaba joven, seguro que recién había pasado los treinta. Nadie quería recordar que en pocos años más un mal viento -o al menos un viento que de tango no sabía nada- se lo llevaría para siempre cuando todavía tenía tanto para dejarnos.
Se sentaron Astor y Pichuco, diferencias completamente olvidadas. Eran pequeñeces, le dijo Astor, yo las agrandaba ante los periodistas por eso de que hay que hacerlos hablar de uno, viste. Ah, y aprovecho para agradecerte el bandoneón tuyo que me regaló Zita cuando pasaste a la inmortalidad. Reconozco que lo usé poco profesionalmente porque no es mi tipo, viste, yo al mío le pego y grita, el tuyo estaba acostumbrado a las caricias y a frasear contigo.
Troilo terminaba la tercera ginebra y Maffia temía que se fuera a poner mal. Pero si hay algo que tiene el gordo es cultura alcohólica, Pedro, quedate tranquilo. Piazzolla acercaba lentamente su zapatilla al bastón en que Arolas apoyaba los antebrazos para descolocarlo de un saque y mandar los largos bigotes del flaco al suelo de Barracas. Vos no te corregís nunca, Astor, eh.
Parece que no viene Laurenz, se oyó lamentar a alguno. Ni Ciriaco. ¿Quién hizo la lista? No invitaron a ninguno de los pibes nuevos, che, ni a Marconi, ni a Piro ni a Garello, tampoco Mederos ni Binelli. Leopoldo bueno, habrá sido porque vive en Rosario. ¿Pero Baffa? apuntó Pichuco que recordaba los tiempos en que tocaban juntos. Y sobre todo al Pardo Sebastián, que si no fuera por él ninguno de nosotros estaría donde está ni sería quien es. Acuérdense que el Pardo Sebastián fue de los primeros en ganarse la vida con este oficio nuestro, hace más de un siglo.
Me dijeron que ahora se hacen bandoneones en el país, le preguntó Arolas a Astor mientras sacaba los brazos del bastón para apoyarlos en la mesa (lo cual hizo putear a Astor para adentro). Sí, hay una fábrica en Bahía Blanca. La que cerró fue la del viejo Arnold. Desapareció con la Segunda Guerra Mundial. Qué guerra, insistió el Tigre, cuando yo me fui ya había terminado. Hubo varias desde que te las tomaste, Tigre, siguió Piazzolla, una de ellas al terminar dejó al mundo partido en dos. La fábrica del viejo Arnold quedó del lado de allá y eso fue el fin. Se pudrió todo como dicen los chicos.
Maffia pareció volver de sí mismo cuando escuchó hablar del fueye. Yo llegué a tocar con un bandoneón argentino, dijo, pero en ese época la cosa no prosperó.
Y tampoco viene Paquita Bernardo, no digo yo que los tangueros somos todos machistas, agregó Troilo en vías de pedir la cuarta con limón. Tigre, se te ve muy callado, ¿Qué te pasa?, continuó el gordo.
Es que no puedo creer como ha cambiado Buenos Aires. Mientras caminaba hasta aquí no escuché ni un tango en ninguna parte. ¿Qué pasó con los boliches, muchachos? ¿Es cierto que cerró Hansen? Aprovechando mi vuelta al mundo aunque sólo sea por un rato quería darme una vuelta por el Armenonvile, pero nadie sabía de qué estaba hablando. Me preguntaron si era un hotel alojamiento de la Panamericana. ¿Donde fueron a parar las tardes de café y los patios de glicinas?
Pará Arolas, si seguís así te va a salir un tango de Manzi. Y nos vas a hacer llorar a todos, que es lo peor.
Astor decidió cambiar de tema, darle otro giro a la conversación como se dice ahora. Che, Tigre, siempre quise saber cómo hiciste para aprender vos el manejo del fueye, cómo hiciste para, sin profesores ni estudio, crear una maravilla como "La Cachila". Y, dijo mientras se enrollaba el bigote derecho, era probar, ensayar, escuchar y escucharse. No había otra. Estoy seguro que la historia de Pedro es parecida. ¿Y vos, Astor? ¿Cómo fue tu historia? Porque mirá que vos sí que hiciste ruido, eh.
No creas, flaco, no fue para tanto. Mirá, a mí hubo dos cosas que me marcaron en la vida, una fue el día en que se enfermó el Toto Rodríguez y Pichuco me aceptó para reemplazarlo en su orquesta. ¿Te acordás, Aníbal? dice ahora Piazzolla dirigiéndose al gordo. "Nosotros tocamos de azul" me dijiste en señal de aprobación después de la prueba. La otra ocasión fue cuando lo conocí al Mudo en Manhattan. "Vos tocás el bandoneón como un gallego", me dijo mientras lo acompañaba a comprarse sus famosas camisas rayadas.
Che, quienquiera que haya sido el que nos citó, a esta altura de la madrugada es seguro que no viene. Mejor pagamos, dijo Maffia mientras se estiraba hacia atrás para llamar al mozo. No seas iluso, con esos billetes no podés pagar, le dijo Piazzolla, hubo un montón de cambios de moneda en el medio, agregó mientras sacaba la tarjeta de crédito. No, no se preocupen, está todo pago les gritó el mozo desde el mostrador mientras levantaba las sillas para empezar la limpieza. Lo pagó aquel señor, indicó señalando una sombra que se escabullía por la puerta de la esquina, escondida en un funghi marrón y una bufanda de lana.
Los cuatro gigantescos bandoneones de Buenos Aires se incorporaron lentamente. Se saludaron una y otra vez, como sabiendo que una ocasión como ésta no podría repetirse. Pichuco fue el primero en derramar un lagrimón, siempre fue un sensible. Se alejaron del bar pateando los cartones que a esa hora el viento amontona contra los muros. Rodeándolos por todas partes, su ciudad -la de ellos- descansaba ignorando lo que ocurría. Muy cerca se escuchaba el ronquido de un vagabundo, y a lo lejos, la voz de un bandoneón.

No hay comentarios: