El guardián de las aguas corrientes

Estaba siempre ahí, sentado en la puerta de su edificio de ladrillos y techo de chapas donde mi padre me dijo que se hacían las aguas corrientes, las que usa Mamá para hacer la sopa y para bañarte, -agregó-. Cuando le pregunté por qué permanecía todo el día, toda la tarde sentado en la puerta, me explicó que trabajaba de sereno, que viene a ser -continuó sin que se lo pidiera-, el guardián.
De modo que creí estar transmitiendo fielmente las enseñanzas paternas cuando corrí a contarles a mis amigos del barrio que el señor del mameluco azul era el guardián de las aguas corrientes. Desde entonces lo llamamos así. Hablaba poco. De tanto en tanto tomaba unos mates que le alcanzaba una señora -luego supe que era su hermana-. No cambiaba ninguna palabra con la mujer, que permanecía en el escalón de mármol del umbral el tiempo justo para que el hombre secara el mate -de dos o tres sorbidas profundas-, y se lo devolviera.
Era el único adulto que nos trataba a todos los pibes de Usted, y hasta hacía el ademán de alzar la boina al saludarnos, con un respeto que el Tito y Jorge interpretaban como debilidad, tan poco habituados estaban a ser tratados gentilmente, pero que yo siempre aprecié secretamente. Descansaba su redonda enormidad sobre un pequeño taburete de madera y yute tan bajo, que le obligaba a apoyar los pies muy lejos, casi en el cordón de la vereda, dejando el espacio justo para que pasara mi madre con el carro de la feria y nosotros con nuestros monopatines.
Las lluvias de verano eran entonces -como ahora-, breves pero nutridas. Cuando por fin cesaban, salíamos al cordón de la vereda, donde colocábamos barcos de papel que navegaban unos cuantos metros antes de ser tragados por la boca del alcantarillado. Esto si no se hundían antes, lo que ocurría cuando los hacíamos con papel de diario en lugar del lustroso y brillante de las revistas de la peluquería. Se decía que el hombre también controlaba estas aguas, que hacía llover con sólo un movimiento de sus manos de herrero.
Una tarde de verano, al volver del colegio no lo vi donde siempre. Pregunté al señor de la tintorería y a mis padres y a los muchachos pero nadie sabía dónde había ido. No hemos vuelto a verlo desde entonces. Lo cierto es que no llovió en todo ese verano ni el invierno siguiente, y hasta las canillas se negaron durante semanas a darnos agua, respondiendo con un ronco quejido seco cuando insistíamos en abrirlas, como si ellas también lamentaran la partida del hombre.

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