El que a hierro mata

La biblioteca era la habitación de la casa que John Baltimore más apreciaba. O mejor dicho, en la que se sentía más cómodo. Y no tanto por los libros, que cumplían un rol fundamentalmente decorativo, sino por las cabezas embalsamadas de ciervos y pumas, cazados con sus propias manos en los más remotos rincones del mundo. De todos sus trofeos, era el rinoceronte el que más seguido atraía su mirada. Quizás porque le recordaba lo cerca que había estado en esa oportunidad de aportar su propia cabeza a la colección del rinoceronte. Su mujer encontraba su hobby un tanto exótico. Asqueroso era la palabra que usaba. Lo que más disgusto le producía eran sus cuchillos de caza. Mujer torpe. No valorar la más completa colección de armas blancas de toda Inglaterra. Y eso que en la comparación incluía la que había formado Sir Edington en sus años en India.
Una noche, de los tiempos en que los hombres aún usaban sombrero y cadena de oro, pasó a visitarlo su cuñado Walter acompañado de su hija Catherine. Walter había enviudado hacía aproximadamente un año. Nada pudo evitar que la enfermedad mental que sufría Ada, su mujer, terminara con su vida. Walter lo vivió en parte como un alivio ya que soportó los violentos arrebatos de su esposa durante veinte años de matrimonio. Ada sufría el síndrome de Toltsien, que aleatoriamente se repetía en las mujeres de su familia y bajo cuyos efectos perdía a veces el control de sus actos. Su relación con Mary, la mujer de John, se había transformado en íntima durante uno de los viajes de John al África, unos meses después de que los ataques de Ada obligaran a internarla en un hospicio. No creían hacerle daño a John, lo sabían más ocupado en las desventuras del yacaré americano que en la soledad que obligaba a Mary a soportar durante sus largas ausencias.
-Ve a ayudar a tu tía, niña.- Le dijo Walter a su hija mientras saludaba a John alzando su mano derecha y dejaba su maletín de médico encima de la mesa.
-Deberías salir un poco, John. Estás demasiado taciturno últimamente.- agregó dirigiéndose al cuerpo que descansaba en el sofá principal.
-Para lo que hay que ver en Londres estos días, prefiero refugiarme en mis recuerdos de la selva-, respondió John mientras servía dos cognacs. Continuaron conversando amablemente durante algún rato y hubieran seguido haciéndolo para luego jugar ajedrez y despedirse con un abrazo como todos los miércoles, pero un alarido interminable los dejó mudos. A John le recordó el último grito del hipopótamo que mató en Kenia de un tiro en la frente.
Corrieron precipitadamente escaleras abajo para encontrar a Mary, en un charco de sangre en la puerta del comedor. Catherine miraba sin comprender, dudando entre llorar y gritar pidiendo auxilio. La larga experiencia profesional de Walter le permitió concluir con sólo tocar el cuerpo:
- Lo siento John, está muerta.
Ni en ese momento ni en ninguno de los ciento doce días que seguirían a esa trágica noche, pudo John encontrar una explicación a lo que había ocurrido.
- Tú llama a la policía, John. Yo tranquilizaré a Catherine y escribiré una carta al Dr. Willworth contándole lo ocurrido y solicitándole venga a verte, -creo que será conveniente contar con un abogado.- dijo Walter.
Mary había fallecido instantáneamente. La herida había desgarrado el seno izquierdo atravesando el pecho hasta el corazón. Las pericias policiales confirmaron lo que John supo desde un principio: el arma mortal utilizada era la Jitra, un cuchillo usado en Indonesia en el siglo pasado para dar rápida muerte al ganado al permitir un desangre veloz. Formaba parte de su colección pero nunca fue hallado. La policía dio vuelta la casa, desarmó muebles y roperos y hasta destrozó el jardín trasero para intentar encontrarlo bajo tierra, pero sin éxito.
John nunca pensó ni por un instante que alguien podría creerlo culpable de un crimen tan horrendo. Pero semejante idea estaba en la mente del Inspector General Goodmark, a juzgar por la impertinencia de las preguntas que le dirigía.
Su sobrina Catherine quedó tan shockeada por la experiencia vivida que no pudo, durante meses, articular palabra, menos aún dar testimonio de lo ocurrido. Walter murió envenenado esa misma noche poco después de llegar a su casa sin alcanzar a hablar con nadie. La sustancia que le causó la muerte fue el permotal, un polvo insípido que Walter administraba en pequeñas dosis a sus pacientes terminales para aliviar el dolor y de uso en taxidermia para mantener frescas y lozanas las pieles animales. John no contaba pues con ningún testigo que avalara su versión de los hechos.
El juicio dio que hablar a Londres durante semanas. John dijo haber visto a Walter echar la carta para el Dr. Willworth en un buzón al abandonar su casa y confiaba en esas breves líneas para esquivar una condena a muerte que le parecía tan injusta como absurda. Pero el Dr. Willworth, citado a declarar ante la Justicia, manifestó no haber recibido carta alguna, y la misma no pudo ser ubicada ni en los buzones ni en las oficinas de correo de la ciudad.
El público masculino –cuya opinión era todavía preponderante en esos tiempos- comprendía en parte a John, pues su moral victoriana no dejaba al marido engañado otra forma de lavar su honor que no fuera la muerte de sus ofensores, pero todos entendían que los medios utilizados habían sido crueles e impropios de un hombre de sociedad como John Baltimore. Quizás un revólver, dos balazos y un suicidio final hubieran sido bien vistos.
La ejecución se llevó a cabo el 14 de febrero de 1935. Los londinenses volvieron rápidamente a sus preocupaciones habituales y otros crímenes y guerras captaron la atención de los periódicos.
Habían pasado cuarenta años de aquella sangrienta noche cuando un joven universitario inglés, que preparaba su tesis sobre los jesuitas en América Latina, encontró una extraña carta en un convento peruano, que las pericias caligráficas posteriores probaron se trataba de la enviada por Walter al Dr. Willworth. Algún error de un ya desaparecido cartero la había enviado a miles de kilómetros de su destino original. La carta probaba la inocencia de John Baltimore, y de no haber transcurrido tantos años, quizás el episodio hubiera vuelto a conmover a la sociedad londinense.
El editor del "Times" creyó que una entrevista a Catherine, la niña que había presenciado y sufrido los hechos, hoy convertida en una cincuentona soltera, podía ser a la luz de la aparición de la carta, la nota central del suplemento dominical. Le dio cierto trabajo dar con su dirección pero la ubicó en una casa de campo en las afueras de Wellington Shire. Tocó el timbre sin obtener respuesta durante algunos minutos hasta que se atrevió a empujar la entreabierta puerta principal. El olor a podrido del cadáver le hizo vomitar sobre la cámara de fotos, por lo que en ese momento no pudo fotografiar el cuerpo de una mujer que con su mano derecha aún empuñaba una Jitra que le había perforado el estómago.

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