Soldado callado

Que querías que hiciera. Nada. Un rato me frotaba las manos, otro las hundía en los bolsillos, tratando sin éxito de quitarme el frío que me entumecía los dedos y me obligaba a entrecerrar los párpados. Esperaba. Pensaba en vos. Y sobretodo me aburría muchísimo, porque no es exactamente divertido estar de guardia, sabés. Nada hacía pensar que esa noche iba a ser especial, una más de las cincuenta y ocho que llevábamos en Varsovia.
Parecía tranquilo hacer el servicio como guardia del cuartel general de ocupación. Peor era el frente oriental, donde hacía aún más frío y cruzaban aún más balas.
Tal vez si me hubiera agachado a recoger ese chocolate que me tiró -mal-, Jorge, hoy estaría contándote este absurdo en lugar de escribirlo. Pero vos sabés, mi obligación era estar firme junto a la caseta, mucho más en ese momento, cuando ya se escuchaba el Mercedes del general que se acercaba a la esquina. Dicen que el tiro partió del campanario de la iglesia de enfrente, de esa cuyas campanas tanto me alegraban los domingos a la mañana. No sentí dolor. Más bien una sensación de estar repitiendo los garbanzos de la cena. Un escozor en la garganta como si se me hubiera congelado el aliento. Jorge dice que caí desmayado y que de mi cuello manaba abundante sangre espesa, caliente pese a todo.
Los médicos -me vieron varios especialistas- dicen que no hay posibilidad de que recupere el habla. Habrá que irse acostumbrando. Y a mí que no me gustaba escribirte.

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